Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


24 septiembre 2010

Conversaciones con Savater: sobre el Breviario de podredumbre

Lo que hay que decir es que siempre se dice demasiado. El hombre es un animal ávido de creencias, de seguridades, de paliativos, y consigue todo eso merced al lenguaje. Pero sus creencias son deleznables, sus seguridades ilusorias, sus paliativos risibles: ¿por qué no decirlo así?

Una vez que por azar o improbable ejercicio se ha conquistado la lucidez, la condición enemiga de las palabras, nada puede ya decirse, excepto lo que revele la oquedad del lenguaje de los otros, frente al que el discurso del escéptico es pleno, pues asume su vacío como contenido, mientras que los demás discursos, pretendidamente llenos de sustancia, se edifican sobre la ignorancia de su hueco.

Pero, ¿qué propósito puede tener proclamar la inanidad que acecha tras las palabras, salvo excluir al escéptico de la condición de engañado, de drogado por el humo verbal, excluirle de la condición humana, en suma? Por encima o por debajo de los hombres, quien conoce la mentira de las palabras y su promesa, nunca puede volver a contarse entre ellos. Será una roca que no se ignora, un árbol que se sospecha o un dios consciente de que no existe: un hombre, jamás.

Si Cioran ensalza a los emperadores de la decadencia, es frente al opaco asesino sin imaginación que detenta en nuestros días el poder; si jura, nostálgico, por Zeus o por la curvilínea Venus, lo hace sólo por interés blasfemo frente al triunfante Crucificado; ensalzará al suicida contra quien jamás puso en entredicho la obligación de existir y su reticente apología del éxtasis es sólo una forma de flagelar la sosería sin sangre de la vida funcional.

Las palabras se han mostrado ya como vacías o podridas; por un momento, hemos visto, inapelablemente, lo que alienta tras esas voces consagradas: “Justicia”, “Verdad”, “Inmortalidad”, “Dios”, “Humanidad”, “Amor”, etc..., ¿cómo podríamos de nuevo repetirlas con buen ánimo, sin consentir vergonzosamente en el engaño? Las diremos, sí, una y otra vez, pero recomidos de inseguridad, azorados por el recuerdo de un lúcido vislumbre que, en vano, trataremos de relegar al campo de lo delirante. La verdad peor, una vez entrevista, emponzoña y desasosiega por siempre la concepción del mundo a cuyo placentario amparo quisimos vivir. ¡Lucidez, gotera del alma!

La mirada desesperanzada sobre el hombre y las cosas, la repulsa de los fastos administrativos que tratan de paliar la vaciedad de cualquier actividad humana, el sarcasmo sobre la pretendida extensión y profundidad del conocimiento científico, la irrisoria sublimidad del amor, biología ascendida a las estrellas por obra y gracia de los “chansonnier” de ayer y hoy, nuestra vocación –la de todo viviente– al dolor, al envejecimiento y a la muerte: todos estos temas los comparte Cioran con los predicadores de todas las épocas, los fiscales del mundo, quienes recomiendan abandonarlo en pos de la gloria de otro triunfal e imperecedero, o de una postura ética, de apatía y renuncia, más digna.

¿Es, pues, Cioran un moralista? Lo primeramente discernible en su visión de las cosas es el desprecio, y esto parece abundar en tal sentido; pero podríamos decir, con palabras que Santayana escribió pensando en otros filósofos, que “el deber de un auténtico moralista hubiera sido, más bien, distinguir, por entre esa perversa o turbia realidad, la parte digna de ser amada, por pequeña que fuese, eligiéndola de entre el remanente despreciable”. Junto al desprecio, el moralista incuba dentro de él algún amor desesperado y no correspondido, rabioso: ama la serenidad, la compasión, la apatía, el deber o el nirvana: ama una virtud, una postura, una resolución. Salva, de la universal inmundicia, un gesto.

No tiene Cioran, sin embargo, vocación de curandero, de saludador: no puede ser moralista. Lo que le importa, lo que se le impone, por un retortijón incontrolable de sus vísceras, es aliviarse del nebuloso malestar que le recome y diferencía, utilizando para ello la escritura: “Por mí, los problemas del cosmos y las teorías técnicas podían resolverse solos o como quisieran, o como acordaran resolverlos, en aquel momento, las autoridades en la materia. Mi gozo se hallaba más bien en la expresión, en la reflexión, en la ironía”.

Expresión, reflexión, ironía: aquí está la obra de E. M. Cioran. Expresar, batirse en la íntima sensibilidad, muda y gástrica, hacia la objetivación; esculpir en la blanda inflexibilidad de la palabra la efigie del monstruo privado, de nuestra verdad; hablar de lo ciego, de lo roto, dar voz a lo que no puede tenerla, nombrar lo inmencionable. Sin objetivo, sin oyente quizá, sin intentar persuadir –¿de qué?, ¿a quién?, ¿por qué?–, en la expresa renuncia al sistema, a la Verdad incluso. Sobre todo a la Verdad.

¿Y si la Verdad está del lado de los que renunciaron expresamente a ella?


La perplejidad resultante no es un accidente en el camino sino la meta misma del caminar, la única consecuencia del pensamiento que puede ser llamada, sin infamia, “lógica”.

21 septiembre 2010

Conversaciones con Fadanelli

“Es Dios el que se ha quedado solo”, responde un viejo a la pregunta de si cree que Dios ha abandonado a los hombres. “Somos nosotros quienes lo hemos abandonado”. Las risas estallan en la taberna alumbrada apenas por unas sucias lámparas de neón. “Si tan sólo limpiaran esas lámparas podrían barrer bien los rincones”, dice una mujer madura atada a una mueca de piedra, y no ha terminado aún su observación cuando el mesero distrae con un seco comentario sus palabras. “Si hubiera más luz no podríamos tolerar sus rostros”. Así es: los taberneros prefieren mantener la cantina a media luz y no enterarse de que los monstruos que beben en sus mesas de manera permanente lloran porque no pueden abandonar esa clase de vida.

“La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la tierra”, escribe en una nota ese hombre que pide coñac aún a sabiendas de que el mesero le traerá un brandy color oscuro y a buen precio. Y agrega: “Deben inscribir esta frase en mi tumba cuando llegue la hermosa y liviana muerte”. ¿Pero quién va a hacerlo? ¿Quién puede cumplir todos los deseos que tiene un borracho en una sola noche? No es prudente hacer promesas en las cantinas porque hasta los hombres más honestos tienen que morderse la lengua un día o un año después por no cumplir su palabra. Las mujeres, en cambio, deben prometer y nunca cumplir porque si lo hacen nadie las respetará como antes. A ninguno de estos borrachos puede ayudarlos nadie en la tierra. Deben esperar.

“No es la fuerza del espíritu, sino la del viento la que ha llevado a esos hombres a donde están”, comenta a su camarada un inglés tímido que parece saberlo todo. Su español es tan correcto que los meseros apenas si le entienden. “En México nadie te entiende si hablas correctamente”, responde el camarada casi muerto de ebriedad. “Los meseros no son tus amigos, no debes olvidar eso jamás, son espías que envía la muerte para reírse de tus camisas sucias”. Es el viento que ha soplado tan fuerte el que ha causado la reunión de tantas personas en esta taberna de mosaicos óseos y burdas columnas de tres metros. El ebrio inglés tuvo razón: el espíritu no sopla como antes, así que debemos esperar a que sea el viento el que ponga a esa mujer en paz. ¿Cómo se ha atrevido a estar allí sin estar, como una dalia negra o una flor en el desierto? Es cierto que es hermosa, pero esta cualidad es a ojos de los borrachos una absoluta y rotunda majadería. Ellos beben toneles de vino para hacer que las mujeres sean hermosas y de pronto aparece una que lo es en realidad. Ha venido a echarles a perder la noche. ¿Qué hacer ahora?

¿Quién carajos continúa con la misma cantaleta? ¡Qué cantina tan poco escrupulosa! Se hacen promesas y además se suspira por ellas. De pronto viene la calma, un silencio que nadie aprecia, pero que todos necesitan. “Los meseros no son tus amigos y cuando mueras apenas si contarán una anécdota de ti en el futuro. Y además se equivocarán de persona y hablarán de alguien que no eres tú. “¿Qué, otra vez con lo mismo?”.

18 septiembre 2010

Confesiones V

Mi vida parece haber sido escrita por un novelista. Mis buenas y malas cualidades se han aunado para destruirme. La catástrofe parece ser mi inevitable final. La historia de mi vida, así como de mis constantes desfallecimientos, piden a gritos que un escritor las inmortalice para la memoria humana. Parece que me está reservado un destino trágico y, he de vivirlo, ante los ojos del mundo. Se me antoja que no he nacido para la felicidad, sino para la decepción y el fracaso. Sólo una cosa me duele…

15 septiembre 2010

Conversaciones con Cioran

La función de los ojos no es ver, sino llorar. Para ver realmente hay que cerrarlos: es la condición del éxtasis, de la única visión reveladora, mientras que la percepción se agota en el horror de lo ya visto, de lo irreparablemente sabido desde siempre. Para el que ha presentido los desastres inútiles del mundo, y a quien el saber no ha traído sino la confirmación de un desencanto innato, los escrúpulos que le impiden llorar acentúan su predisposición a la tristeza.

14 septiembre 2010

Conversaciones con Cioran: Filosofía y prostitución

El filósofo, de vuelta de los sistemas y las supersticiones, pero perseverante aún en los caminos del mundo, debería imitar el pirronismo de acera del que hace gala la criatura menos dogmática: la mujer pública. Desprendida de todo y abierta a todo; compartiendo el humor y las ideas del cliente; cambiando de tono y de rostro en cada ocasión; dispuesta a ser triste o alegre, permaneciendo indiferente; prodigando los suspiros por interés comercial; lanzando sobre los esfuerzos de su vecino superpuesto y sincero una mirada lúcida y falsa, propone al espíritu un modelo de comportamiento que rivaliza con el de los sabios. Carecer de convicciones respecto a los hombres y a uno mismo: tal es la elevada enseñanza de la prostitución, academia ambulante de lucidez, al margen de la sociedad, como la filosofía. «Todo lo que sé lo he aprendido en la escuela de las fulanas», debería exclamar el pensador que lo acepta todo y lo niega todo; cuando, a ejemplo suyo, se ha especializado en la sonrisa fatigada, cuando los hombres no son para él sino clientes, y las aceras del mundo, el mercado donde vende su amargura, como sus compañeras su cuerpo.

05 septiembre 2010

Conversaciones con Cioran: Sobre la melancolía

Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose. En vano se llamaría al Señor de las Sombras, el dispensador de una maldición precisa: se está enfermo sin enfermedad y se es réprobo sin vicios. La melancolía es el estado soñado del egoísmo: ningún objeto fuera de sí mismo, no más motivos de odio o de amor, sino esa misma caída en un fango languideciente, ese mismo revolverse de condenado sin infierno, esas mismas reiteraciones de un ardor de perecer... Mientras que la tristeza se contenta con un marco de fortuna, la melancolía precisa una orgía de espacio, un paisaje infinito para desplegar en él su gracia desagradable y vaporosa, su malestar sin contornos, que, por miedo a curar, teme un límite a su disolución y sus ondulaciones. Florece -la flor más extraña del amor propio- entre los venenos de los que extrae su savia y el vigor de todos sus desfallecimientos. Alimentándose de lo que la corrompe, esconde, bajo su nombre melodioso, el Orgullo de la Derrota y el Apiadamiento de sí mismo...

02 septiembre 2010

Decálogo (Un político de otro tiempo)

1. Negarse a ser dios.

2. Evitar, a cualquier precio, el mal mayor.

3. Recordar que la bondad no basta.

4. Saber que hay que tomar postura, incluso cuando no se está del todo seguro.

5. Saber también que es preciso mancharse las manos, porque no hay alternativas impecables.

6. No luchar contra males abstractos, sino contra daños concretos.

7. Ocuparse de lo que sucede en el resto del mundo.

8. Huir de las consignas.

9. Mirar y oir al adversario con la atención debida.

10. Luchar por las convicciones y pagar el precio que eso implica.


Acaso haya quien lo encuentre útil.