Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


20 septiembre 2011

Conversaciones con A.M.S.: Baudelaire

Baudelaire ha encontrado el medio de edificar, en el extremo de una lengua tenida como inhabitable y más allá de los confines del romanticismo al uso, un extraño quiosco, demasiado adornado, demasiado atormentado, más coqueto y misterioso, donde se lee a Edgar Allan Poe, donde se recitan exquisitos sonetos, donde uno se embriaga con حشيش para razonar a continuación, donde se consumen opio y mil drogas abominables en tasas de acabada porcelana. A este singular quiosco fabricado en marquetería, de una originalidad concertada y compuesta que, desde hace tiempo atrae las miradas hacia la punta extrema del Kamtchatka romántico, yo le llamo la locura Baudelaire.

19 septiembre 2011

Conversaciones con Fadanelli: La risa y el olvido

¿A qué puede dedicarse un hombre que no quiera enloquecer? A olvidar. Esa es una de las acciones hoy en día más prudentes y medicinales que existen. Olvidar todas las atrocidades que han pasado ante nuestros ojos. ¿Cómo se podría vivir si se recordaran a un tiempo las tragedias sociales, las infamantes declaraciones de los políticos y la pobreza (en todos los sentidos) cada vez más acentuada de la gente? El infierno concentrado en nuestra memoria.

“En mí tiene usted a un hombre con quien no puede contar”, dijo Bertolt Brecht, seguramente cansado de su compromiso con la memoria, la justicia y el compromiso social. Los genios no son moralmente confiables porque no poseen un programa que cumplir ni un ideario que respetar. El genio sólo se respeta a sí mismo probablemente porque se odia. Pero aún en el desorden de su vida es probable que cuando muera, descanse en paz y no cargue en la espalda con la miseria y la moral disminuida de sus contemporáneos. Puede caminar en un campo de enfermos e indigentes sin que el paisaje fatídico le concierna. La única manera digna de vivir para un ser original es el olvido de los demás. Nada es más cierto que esto: las personas comunes tienden a la sana mediocridad mientras los genios caminan hacia el destierro de sí mismos.

Pero ¿qué sucede con las personas comunes? ¿Debemos tender a la mediocridad y contener al cínico que de vez en cuando se hace presente en nuestras vidas?

La heroicidad no es el fuerte de las personas responsables. El héroe, como el genio, tiende a olvidar porque su paso por la vida es fundador. El mediocre es el buen ciudadano, el que no olvida dónde ha puesto la azucarera y el que barre la acera todas las mañanas. ¿Han mirado barrer a un hombre la acera durante las mañanas? No hay cosa más triste en el mundo, excepto la imagen del trabajador que coloca su lonchera sobre el cofre de un auto ajeno para comer en sus horas libres.

Uno no puede salir a la calle sin que a cada paso se le presenten motivos para llorar. Allí tienes a todas esas personas cumpliendo su labor de hormigas como si no fueran conscientes de que pronto el manotazo de la desgracia se llevará al carajo todo su esfuerzo.

El día que yo barra la acera es que me habré convertido en un santo. ¡Barrer ese pedazo de tierra común en donde tanto extraño y malviviente ha puesto sus pisadas! El sólo pensarlo me aproxima a la orilla de la locura.

Qué decir sobre el hecho de que en nuestros días el olvido es la práctica más común entre las personas. Sin embargo, no olvidan por decisión propia, sino porque ya no pueden recordar. No se trata de una estrategia de supervivencia, sino de una imposición de nuestro tiempo.

09 septiembre 2011

Conversaciones con Monterroso: Escritores

No hay escritor tras el que no se esconda, en última instancia, un tímido. Pero es infalible que hasta el más pusilánime tratará siempre, aún por los más oblicuos e inesperados medios, de revelar su pensamiento, de legarlo a la Humanidad, que espera, o supone ávida, de conocerlo. Si determinadas razones personales o sociales le impiden hacerlo en forma abierta, se valdrá del criptograma o del pseudónimo. En todo caso, de alguna manera sutil dejará la pista necesaria para que más tarde o más temprano podamos identificarlo.

08 septiembre 2011

Conversaciones con Monterroso: Brain Drain

La preocupación por un posible brain drain hispanoamericano nace del planteamiento de un falso problema, cuando no de un desmedido optimismo sobre la calidad o el volumen de nuestras reservas de esta materia prima. Cualquiera puede notar que el temor de que los países más desarrollados que nosotros se lleven nuestros “cerebros” resulta vagamente paranoico, pues la verdad es que no contamos con muchos muy buenos. 

Lo que sucede es que nos complace hacernos ilusiones. Suponer que alguien está ansioso de apropiarse de nuestros genios significa suponer que los tenemos. El cerebro es una materia prima, como cualquier otra. Para refinarlo se necesita enviarlo afuera para que algún día nos sea devuelto elaborado; o bien, transformarlo nosotros mismos, pero, como en tantos otros campos, por desgracia las instalaciones con que contamos para esto último o son obsoletas, o de segunda, o sencillamente no existen. 

¿A qué debemos dedicarnos entonces? ¿A producir plátanos o cerebros? ¿Qué vale más exportar, brazos o cerebros? Para cualquier persona que maneje medianamente el suyo, las respuestas son obvias. 

Joyce hizo más por la literatura irlandesa desde Suiza que desde Dublín; Marx fue más útil para los obreros alemanes desde Londres que desde su patria; es probable que si Martí no hubiera vivido en los Estados Unidos y en otros países, la Revolución cubana no tendría en él a tan grande ideólogo; Andrés Bello transformó la gramática española desde Inglaterra; Rubén Darío hizo lo mismo con el verso español desde Francia; y no quisiera mencionar a Einstein por lo de la bomba atómica.

06 septiembre 2011

Conversaciones con Salvador Monsalud

Yo he creído siempre lo mismo, y mucho me temo que aún después de todo, sigan pareciéndome las cosas de mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad. Entre la gente se ve de todo: hay hombres de mucho mérito, buenas cabezas, corazones de oro; pero, así mismo, los hay tan bullangueros que sólo buscan el ruido y el tumulto; no faltando muchos que están llenos de buena fe, pero carecen de luces y de sentido común. Yo he observado este conjunto en que se revuelven sin poderse unir la grandeza de las ideas con la mezquindad de las ambiciones. He sentido al principio cierto temor; pero después de meditarlo he concluido afirmando que los males que pueda traer el cambio no serán nunca tan grandes como los que padecemos en el presente. Y si lo son –continuó desdeñoso– bien merecido lo tienen. Si esto ha de seguir llevando el nombre de nación, es preciso que en ella se vuelva lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue, arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación total de la patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito, aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una fábrica caduca. Y esto se ha de hacer de repente, con violencia, porque si no se hace así, no se hace nunca… Aquí se han de romper a hachazos las puertas de la tiranía para destruirlas, porque si las abrimos con su propia llave, quedarán en pié y volverán a cerrarse.

05 septiembre 2011

Conversaciones con Fadanelli

Sobre la libertad, de John Stuart Mill, lo abandoné en la mesa de una cantina. Cuando volví por él dos horas después, me encontré con todas sus hojas tiradas en el piso. Un mesero me dio detalles de tan extraño acontecimiento. El amigo que me acompañaba y que había permanecido en la mesa después de mi partida, había enloquecido cuando le entregaron la cuenta. “Comenzó a gritar y a destrozar el libro”, me contaba el mesero aún no repuesto del susto. No está de más decir que mi amigo mide un metro noventa centímetros y sus ojos no son precisamente los que podría presumir una persona cuerda. Por un momento tuve el impulso de recoger las hojas e intentar dar vida otra vez al volumen de Stuart Mill, pero desistí de hacerlo luego de que en una de las mesas más apartadas del salón descubría a un ebrio intentando leer una de las páginas sueltas.