En un principio, es decir, en mi infancia, cuando asistía al colegio para forjarme como un hombre común y corriente, mostraba notable curiosidad por las personas antipáticas. Por más esfuerzos que realizaban para ser aceptados en su comunidad, fueran niños, jóvenes o adultos, los antipáticos fracasaban porque un vapor denso, oscuro en invisible cubría de rareza y averno todos sus gestos. Cuando crecí, me parecieron aún más enigmáticos y no desperdiciaba oportunidad para acercarme e intentar hacerme su amigo. Probablemente me había convertido en uno de ellos.
Al antipático se le padece como a una enfermedad. El origen mismo de la palabra nos remite a la noción de padecimiento, y su presencia es una grieta que no puede ser resanada y que envenena el alma. Sus bromas están teñidas de plomo y su sonrisa recuerda a la muerte. Lo que añade peso a la tragedia es que estas personas no conocen el origen de la antipatía que corre por su sangre: no saben a que se debe su ausencia de atracción y, por lo tanto, no pueden remediarla.
Recuerdo a un amigo catalán cuyos ojos expresaban una densa tristeza cuando me confesó: “he ofrecido varias fiestas en mi departamento para los compañeros de la editorial, pero el tiempo pasa y nadie me ha invitado aún a su casa”. Cómo decirle que todo en su persona exudaba amargura, y que ninguna persona cabal desearía invitarlo para que contaminara con su aura fétida la atmósfera de su casa. A mí, sin embargo, su persona me resultaba agradable e inofensiva.
Si en 1819 se le hubiera preguntado a la clientela alemana del café Greco, en Roma, quién era el más antipático asiduo a sus veladas, nadie habría tenido la menor duda en responder: Arthur Schopenhauer. La arrogancia de este hombre causaba escándalo y urticaria, lo mismo su deseo de molestar y ponerse en contra de sus paisanos. ¿Qué sentido tenía afirmar a viva voz en ese café que los alemanes eran el pueblo más necio de la historia? Los cristianos tampoco se salvaban de sus injurias, y ante ellos Schopenhauer alababa las virtudes del paganismo en contra de la absurda decisión de ponerse bajo las órdenes de un solo dios. En este último tema no le faltaba razón: la monogamia y el monoteísmo no nada más ensombrecen y reducen el espíritu humano, son una tiranía –más que una liberación– y cualquiera que caiga en sus redes, si no es prudente y se rebela, se volverá un ser desgraciado y aburrido.
Joseph Roth no fue antipático, lo que sucedía es que bebía mucho, era celoso y se tornaba violento. En cambio, Otto Weininger sí que lo era: tenía la mirada baja y le asustaban las mujeres. Esto tuvo que ser cierto, pero ¿qué hago yo conversando acerca de personas que nunca conocí? Es la monserga de la literatura que te hace hablar de los escritores muertos como si los hubieras tratado o comieras el pan con ellos. Ahora en vuelos sería correcto, en todos sentidos, referirme a la antipatía que se cultiva como cauce de libertad y también como una forma de conocimiento: nada más confortante para un antipático de esta clase que mirar a una parvada de cretinos levantar el vuelo apenas ellos notan su presencia. Un formidable deporte para practicarse en un país donde la hipocresía y el murmullo conspirador son constantes en todos sus círculos sociales.