Trágicamente, el hombre está perdiendo
el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que
es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos
de la vida. Muchas veces me ha sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las
películas que en la realidad.
Es apremiante reconocer los espacios de
encuentro que nos quiten de ser una multitud masificada mirando aisladamente una
pantalla. Lo paradójico es que a través de esa pantalla parecemos estar
conectados con el mundo entero, cuando en verdad nos arranca la posibilidad de
convivir humanamente, y lo que es tan grave como esto: nos predispone a la
abulia.
Uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y aunque
no encuentre nada, lo mismo se queda ahí, incapaz de levantarse y hacer algo más.
Nos quita las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un libro, arreglar
algo de la casa mientras se escucha música o se matea. O ir al bar con algún
amigo, o conversar con los suyos. Es un tedio, un aburrimiento al que nos acostumbramos
como “a falta de algo mejor”. El estar monótonamente sentado frente a una pantalla
anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma.
Pero hay una manera de contribuir, y es
no resignarse. No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el
instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia
circunstancia: el hoy y aquí.
Si nos volvemos incapaces de crear un
clima de belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor y sólo atendemos a las
razones del trabajo, tantas veces deshumanizado y competitivo, ¿cómo podremos
resistir?
El hombre se expresa para llegar a los
demás, para salir del cautiverio de su soledad. Los hombres, a su paso, van
dejando su vestigio; del mismo modo, al retornar a nuestra casa después de un
día de trabajo agobiante, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados,
una simple lámpara familiar, son conmovedores símbolos de una costa que
ansiamos alcanzar, como náufragos exhaustos que lograran tocar tierra después
de una larga lucha contra la tempestad.
Son muy pocas las horas libres que nos
deja el trabajo. Apenas un rápido desayuno que solemos tomar pensando ya en los
problemas de la oficina, porque de tal modo vivimos que nos estamos volviendo
incapaces de detenernos ante una taza de café en las mañanas, o de unos mates
compartidos.
La cercanía con la presencia humana nos
sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que nos salva, el que siempre nos salva. Y si
hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han salvado,
incesantemente.
A los años que tengo hoy, puedo decir,
dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo
quedó atrofiado en nosotros, o quebrado.
Muchas veces somos incapaces de un
genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que definen
nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros
proyectos. Uno no puede detenerse en un encuentro porque está atestado de
trabajos, de trámites, de ambiciones. Y porque la magnitud de la ciudad nos
supera. Entonces el otro ser humano no nos llega, no lo vemos. Está más a
nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora.
En la calle, en los negocios, en los
infinitos trámites, uno sabe —abstractamente— que está tratando con seres
humanos pero en lo concreto tratamos a los demás como a otros tantos servidores
informáticos o funcionales. No vivimos esta relación de modo afectivo, como si
tuviésemos una capa de protección contra los acontecimientos humanos
“desviantes” de la atención. Los otros nos molestan, nos hacen perder el tiempo.
Lo que deja al hombre espantosamente solo, como si en medio de tantas personas,
o por ello mismo, cundiera el autismo.
La vida es abierta por naturaleza, aun
en quienes la barrera que han levantado en torno a lo propio pareciera ser más
oscura que una mazmorra. El latido de la vida exige un intersticio, apenas el
espacio que necesita un latido para seguir viviendo, y a través de él puede
colarse la plenitud de un encuentro, como las grandes mareas pueden filtrarse
aun en las represas más fortificadas. O una enfermedad puede ser la apertura, o
el desborde de un milagro cualquiera de la vida: una persona que nos ame a
pesar de nuestra cerrazón.
No hay motivo para descreer del valor de
las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando
una nueva narración de la historia, abriendo así un nuevo curso al torrente de
la vida.
Sí, tengo una esperanza demencial,
ligada, paradójicamente, a nuestra actual pobreza existencial, y al deseo, que
descubro en muchas miradas, de que algo grande pueda consagrarnos a cuidar
afanosamente la tierra en la que vivimos.
Creo en los cafés, en el diálogo, creo
en la dignidad de las personas, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad
de un Infinito, pero humano, a nuestra medida.
Si aún nos siguen conmoviendo las
desventuras y proezas de aquel caballero andrajoso de la Mancha se debe a que
algo tan risible como su lucha contra los molinos de viento revela una
desesperada verdad de la condición humana.
Si comprendemos que cada uno de nosotros
posee más poder sobre el mal en el mundo de lo que creemos, y tomamos una
decisión. Si dejamos de mostrarnos autosuficientes y nos atrevemos a reconocer
la gran necesidad del otro que tenemos para seguir viviendo, como muertos de
sed que somos en verdad, ¡cuánto mal podría ser evitado!
El mundo del que somos responsables es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte. El único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos.
El mundo del que somos responsables es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte. El único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos.