Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


04 enero 2013

La resistencia



Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida. Muchas veces me ha sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las películas que en la realidad.

Es apremiante reconocer los espacios de encuentro que nos quiten de ser una multitud masificada mirando aisladamente una pantalla. Lo paradójico es que a través de esa pantalla parecemos estar conectados con el mundo entero, cuando en verdad nos arranca la posibilidad de convivir humanamente, y lo que es tan grave como esto: nos predispone a la abulia.

Uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y aunque no encuentre nada, lo mismo se queda ahí, incapaz de levantarse y hacer algo más. Nos quita las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un libro, arreglar algo de la casa mientras se escucha música o se matea. O ir al bar con algún amigo, o conversar con los suyos. Es un tedio, un aburrimiento al que nos acostumbramos como “a falta de algo mejor”. El estar monótonamente sentado frente a una pantalla anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma.

Pero hay una manera de contribuir, y es no resignarse. No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí.

Si nos volvemos incapaces de crear un clima de belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor y sólo atendemos a las razones del trabajo, tantas veces deshumanizado y competitivo, ¿cómo podremos resistir?

El hombre se expresa para llegar a los demás, para salir del cautiverio de su soledad. Los hombres, a su paso, van dejando su vestigio; del mismo modo, al retornar a nuestra casa después de un día de trabajo agobiante, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedores símbolos de una costa que ansiamos alcanzar, como náufragos exhaustos que lograran tocar tierra después de una larga lucha contra la tempestad.

Son muy pocas las horas libres que nos deja el trabajo. Apenas un rápido desayuno que solemos tomar pensando ya en los problemas de la oficina, porque de tal modo vivimos que nos estamos volviendo incapaces de detenernos ante una taza de café en las mañanas, o de unos mates compartidos.

La cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que nos salva, el que siempre nos salva. Y si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han salvado, incesantemente.

A los años que tengo hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado en nosotros, o quebrado.

Muchas veces somos incapaces de un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que definen nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. Uno no puede detenerse en un encuentro porque está atestado de trabajos, de trámites, de ambiciones. Y porque la magnitud de la ciudad nos supera. Entonces el otro ser humano no nos llega, no lo vemos. Está más a nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora.

En la calle, en los negocios, en los infinitos trámites, uno sabe —abstractamente— que está tratando con seres humanos pero en lo concreto tratamos a los demás como a otros tantos servidores informáticos o funcionales. No vivimos esta relación de modo afectivo, como si tuviésemos una capa de protección contra los acontecimientos humanos “desviantes” de la atención. Los otros nos molestan, nos hacen perder el tiempo. Lo que deja al hombre espantosamente solo, como si en medio de tantas personas, o por ello mismo, cundiera el autismo.

La vida es abierta por naturaleza, aun en quienes la barrera que han levantado en torno a lo propio pareciera ser más oscura que una mazmorra. El latido de la vida exige un intersticio, apenas el espacio que necesita un latido para seguir viviendo, y a través de él puede colarse la plenitud de un encuentro, como las grandes mareas pueden filtrarse aun en las represas más fortificadas. O una enfermedad puede ser la apertura, o el desborde de un milagro cualquiera de la vida: una persona que nos ame a pesar de nuestra cerrazón.

No hay motivo para descreer del valor de las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando una nueva narración de la historia, abriendo así un nuevo curso al torrente de la vida.

Sí, tengo una esperanza demencial, ligada, paradójicamente, a nuestra actual pobreza existencial, y al deseo, que descubro en muchas miradas, de que algo grande pueda consagrarnos a cuidar afanosamente la tierra en la que vivimos.

Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de las personas, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad de un Infinito, pero humano, a nuestra medida.

Si aún nos siguen conmoviendo las desventuras y proezas de aquel caballero andrajoso de la Mancha se debe a que algo tan risible como su lucha contra los molinos de viento revela una desesperada verdad de la condición humana.

Si comprendemos que cada uno de nosotros posee más poder sobre el mal en el mundo de lo que creemos, y tomamos una decisión. Si dejamos de mostrarnos autosuficientes y nos atrevemos a reconocer la gran necesidad del otro que tenemos para seguir viviendo, como muertos de sed que somos en verdad, ¡cuánto mal podría ser evitado! 

El mundo del que somos responsables es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte. El único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos.

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