Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


14 julio 2011

Conversaciones con Gog: Contra el cielo

Saint-Moritz, 2 de agosto.

Me aburre el cielo. Algunos momentos, incluso, me hace sufrir. Y, entonces, no puedo ni siquiera mirarlo, porque no sé cómo vengarme y herirlo. Me siento hermano de los escitas que disparaban sus flechas contra el sol y las nubes. En suma, para ser franco, al menos conmigo mismo, odio el cielo. Y con la peor especie de odio: con el odio impotente.

No es que ame demasiado a la Tierra. La Tierra es reducida, sucia, monótona y poblada más de lo necesario por pedacitos de barro parlante que la desfiguran y la hacen todavía más repugnante.

Pero aquí nos sentimos en nuestra casa, dueños de hacer y deshacer, de movernos a nuestro gusto. Tal vez podemos hacernos obedecer de la Tierra. Se consigue reducirla, aquí y allá, como queramos; obtener grano donde había aguazales o guijarros; crear ríos artificiales, abatir montañas, separar continentes.

Pero el cielo está distante, lejano, es inmodificable, hostil. No tenemos ningún poder sobre el cielo. Incluso, los estratos más bajos de la atmósfera son independientes de nuestro dominio. Es preciso soportar el viento que sopla, esperar el beneplácito de la lluvia, sufrir semanas y meses de tórrida serenidad. No sabemos hacer nada contra la tempestad; todo lo que conseguimos atraer, de cuando en cuando, es algún rayo.

Ni el globo ni el aeroplano han disminuido nuestra impotencia contra el cielo inferior. Podemos correr en el aire, pero estamos de la misma manera a merced de los huracanes, de los tifones, de los tornados, de la niebla. Y apenas conseguimos elevarnos a cinco o seis mil metros: siempre bajo las montañas más altas.

Pero lo que odio más ferozmente es el cielo superior, el firmamento. Tolero el sol bestial, con su cara de fuego llena de lunares, a causa de su utilidad, ¡pero la noche, las estrellas! El infinito no me aterroriza; me disgusta y me ofende. Para sufrir la humillación de mi pequeñez bastaba la Tierra. La provocación de un cielo repleto de estrellas es desproporcionada, prepotente, fatal. Aquellos millones de soles que aparecen a mis ojos como átomos desordenados de luz eléctrica, ¿qué tienen que ver conmigo? ¿Qué quieren? ¿Para qué me sirven? ¿Por qué vuelven todas las noches, llamas milenarias, a insultar la brevedad de mis días en este ángulo vacío? El cielo es una injuria perpetua e insoportable. Las estrellas no me conocen y yo no podré nunca hacer nada de ellas ni contra ellas. Cuando he sabido a cuántos millones de años luz distan de mí, y cuántos siglos emplea su claridad para llegar a la Tierra, no he hecho mas que dar forma aritmética a mi rabia.

Yo siento el cielo como algo extraño, remoto, esto es, enemigo. Los cometas que arrastran su cola por el infinito sin un objeto razonable, no me dicen nada que me consuele. Las nebulosas, amontonamientos confusos de polvo cósmico, me exasperan como todas las cosas informes y no terminadas. En lo que se refiere a los planetas y a los satélites, aduladores extintos que dan vueltas para obtener la limosna de un poco de luz, me causan repugnancia y desprecio.

No comprendo a los astrónomos. ¿Cómo ninguno de ellos se vuelve loco o se suicida? Imagino que son hombres sin fantasía y sin dignidad, incapaces de sentir el impulso permanente de las constelaciones refugiadas en el fondo de los desiertos del espacio. Midiendo y calculando se ilusionan, tal vez, pensando que dominan el cielo o, al menos, que son admitidos como huéspedes.

Pero el hombre verdadero no puede experimentar ante la vorágine esparcida de los fuegos viajeros, mas que ira o terror.

El cielo tiene influencia sobre mí y yo no puedo tenerla nunca sobre él. Si le contemplo me rebaja, si le ignoro me castiga. Tiene una vida propia, misteriosa y solemne, que no consigo de ninguna manera turbar o mudar. Me inspira, contra mi voluntad, pensamientos mortificantes que me hacen daño, me deprimen, me quitan el valor de vivir.

Por eso prefiero no verlo. Me gustan las regiones y las estaciones donde el cielo está siempre cubierto, donde la noche es muda y total, y te sientes bajo una colcha próxima de niebla familiar.

Envidio a los habitantes de Venus, porque, según se dice, su planeta está casi siempre envuelto por vapores. A ellos se les evita la vista del irritante chisporroteo de las inútiles constelaciones y de aquella odiosa Vía Láctea que atraviesa el firmamento como una humareda de burla fluorescente.

Los poetas, idiotas como niños, se extasían ante las luciérnagas errantes del infinito. Para mí, que por fortuna o desgracia no soy ni versificador ni místico, el cielo es únicamente el telón siniestro donde leo todas las noches la sentencia de mi nulidad irremediable.

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