Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


23 diciembre 2009

Ritorno

Quizá el mayor mérito de El Espectador sea su no objetivo. Se trata, más bien, de un punto de reunión para ser, para existir, aunque sea sólo por un instante. Un punto de reunión más que un vehículo de difusión de ideas. Así, El Espectador se encuentra en la marginalidad, al borde de la no existencia. La no existencia, nos recuerda Fadanelli, otorga libertad: libertad para pensar, para criticar, para hacer juicios, libertad incluso para abandonar.

No me preocupa en absoluto la utilidad de lo que escribo, porque no pienso realmente nunca en el lector: escribo para mí, para liberarme de mis demonios, de mis obsesiones, de mis tensiones, nada más. Cuando me pongo a escribir algo lo considero una frivolidad. Sin embargo, en ocasiones, me gusta reflexionar sobre las posibles razones de aquellos que dedican un poco de su tiempo a leerme. En una sociedad tan pobre como la mexicana, afirma Fadanelli, leer por placer o leer nada más para ver qué se encuentra uno en el camino parece un despilfarro inmerecido: si leemos debe ser para progresar o ser mejores, para escapar de la miseria e intentar atenuar el sufrimiento de quienes deben trabajar sin descanso para estar vivos. Lo contrario, a decir de Fadanelli, parece un acto arrogante que la comunidad no tiene por qué perdonar. Y, sin embargo, concluye el autor: “en verdad lo siento, pero entre esos dos actos dedicaré mis días a leer novelas inútiles: y que el mundo se venga abajo (donde ha vivido siempre)”. Me gustaría pensar que mis lectores, que por lo demás son pocos, asumen esta postura, aunque sea únicamente al momento de leer El Espectador.

Así pues, como conclusión de El Espectador deberá decirse que se trata, fundamentalmente, de un encuentro afortunado. He tomado las palabras de Víctor Hugo y las he acomodado a mi conveniencia. Me parece que suenan bien de esta manera: El Espectador ofrece la posibilidad de que dos desgracias entrelazadas produzcan felicidad.

Entre las premisas que guían El Espectador quizá la más importante sea ésta: un texto que deja a su lector igual que antes de leerlo es un texto fallido. Yo creo que un texto, escribió Cioran, debe ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea al escribir es despertar a alguien, azotarle. No me gustan los textos que se leen como quien lee el periódico. Un texto debe conmoverlo todo, ponerlo todo en cuestión. Escribo, pues, porque se trata de una necesidad de la cual no puedo escapar, se trata de algo ineludible, imposible de postergar.

Como decía al principio, vivir en la marginalidad, al borde de la no existencia, le otorga a uno la libertad necesaria incluso para abandonar. El periodo de silencio que ha tenido El Espectador ha sido necesario. Éste, el silencio, es preferible a la fabricación de letras que descansen en la falta de reflexión y en la molicie espiritual y que lleven, en última instancia, a una odiosa infecundidad. Así, el reencuentro con El Espectador aparece como una nueva oportunidad para hacer patente la decepción. No busco el “éxito” (nunca lo he hecho). Más bien pretendo despertar algo en algunas personas, por eso me considero un marginal, y me da gusto.

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