Las arengas nos matan de risa. Sobre todo a los escépticos. Quien arenga a un público crea a su alrededor un aura de farsante: ¿qué hace allí dictando verdades a cielo abierto?
“¿Y qué tal si tiene razón?” se pregunta el curioso que de inmediato se dispone a transformarse en creyente o seguidor de una causa que no comprende. Tratar de enfrentar y solucionar con entusiasmo los males de una comunidad derruida en sus fundamentos, como la mexicana, puede mover al tedio a quienes la conocen de fondo.
Qué ridículos llegan a parecernos aquellos que se obstinan en cambiar lo que nos ha sido dado de antemano como tragedia o como penitencia.
La sangre mana siempre después de la herida y en nada sorprende su visión, aunque sí asusta e intimida, pues recuerda la debilidad de la vida. Aceptar el destino desgraciado o resistirse a ese destino es la primera de todas las decisiones cruciales que se toman en el seno de una vida consciente de sí misma.
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