
La primera pregunta que se debe responder, sin embargo, es la de por qué escribir. No se trata, como inocentemente pueden pensar algunos, de una cuestión de vocación, o de alguna ambición, una meta por llegar a ser algún día un escritor. Como dice Onetti, aquellos que parten de cualquiera de estas equivocaciones mantienen, a fuerza de voluntad, el afán de ser escritores. Para ellos, libro tras libro, estilo tras estilo, moda tras moda, lo importante, la meta, es alcanzar nombradía, prestigio, popularidad.
La cuestión es más sencilla, pero de mayor trascendencia. Uno escribe porque siente el deseo imperativo de hacerlo, y no puede escapar de él, se trata de algo imposible de postergar. Vamos, afirma Onetti, es una necesidad. Hay que escribir sin pensar jamás en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético. Escribir, concluye Onetti, siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.
Si tu obra es buena, si es verdadera, tendrá su eco, su lugar, en seis meses, seis años, o después de ti. ¡Qué importa!... El escritor, nos recuerda Flaubert, no busca el reconocimiento ni la popularidad, eso no satisface sino a vanidades muy mediocres. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, remata Onetti, hoy son genios.
Hasta aquí, la cuestión de ser publicado es poco menos que irrelevante. Pero, ¿quién no tiene algunas líneas para publicar? No ya porque sienta ese deseo impostergable e ineludible, esa necesidad; o porque alberga la creencia, en muchas ocasiones alimentada por los suyos, de ser bueno para escribir. No. Hemos alcanzado el punto en que se publica porque se puede hacerlo, y nada más. Es el triste despertar a una realidad desolada.