Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


12 enero 2010

La vida, según Cioran (3)


Por la reflexión y la experiencia interior, he descubierto que nada tiene sentido, que la vida no tiene el menor sentido, lo que no quita para que, mientras nos agitemos, proyectemos un sentido. Yo mismo he vivido en simulacros de sentido. No se puede vivir sin proyectar un sentido, pero la gente que actúa cree implícitamente que lo que hace tiene un sentido. Si no, no se agitarían. Si sacamos la conclusión práctica de mi visión de las cosas, nos quedaríamos aquí hasta nuestra muerte, no nos moveríamos, no tendría el menor sentido abandonar el sillón en el que estamos sentados. Mi existencia como ser vivo está en contradicción con mis ideas. Como estoy vivo, hago todo lo que hacen los que están vivos, pero no creo en lo que hago. La gente cree en lo que hace, porque, si no, no podría hacerlo. Yo no creo en lo que hago, pero, aún así, creo un poco en ello: esa es más o menos mi posición.

09 enero 2010

... entonces pensé en decírselo

Fue como una aparición: ella estaba ahí, en el centro del Universo, completamente sola; al menos yo no vi a nadie, deslumbrado por su belleza. En mi cielo siempre había resplandecido un rostro tan claramente que, al verla por primera vez, la reconocí.

Entonces pensé en decírselo. En decirle que hacía tiempo que la amaba, que en mis sueños siempre estaba presente y que no había pensamiento alguno que no estuviera ligado a ella. Pensé en decirle que desde el primer momento en que la vi supe que nuestro encuentro (en este ‘aquí’ y este ‘ahora’) no era una coincidencia sino que se trataba de algo especial. Que se trataba de algo que ya sabía, que había sabido desde siempre, pero que sólo hasta ese momento comprendí a cabalidad. Pensé que tomaría su mano mientras decía todas estas cosas y, que después, poco a poco, buscaría su mirada, e intentaría sustraerla de todo lo demás y guardarla para mí, aunque fuera sólo por un instante.

He soñado por mucho tiempo con alguien que pudiera serlo todo para mí, y ahora ya la tengo…

Elogio nietzscheano de la desocupación


Buscarse un trabajo por salario: en eso casi todos los hombres de los países civilizados son iguales. Para ellos, el trabajo no es más que un medio, y no un fin en sí mismo; por eso son poco refinados en la elección de trabajo que, a sus ojos, no cuenta sino por la promesa de apreciables ganancias. Ahora bien, existen algunos hombres excepcionales que prefieren morir a trabajar sin alegría, a trabajar en cosas que no deleitan; son esas naturalezas inclinadas a elegir y difíciles de satisfacer, quienes no se contentan con una ganancia considerable cuando el propio trabajo no constituye la ganancia de las ganancias. A esta especie de hombres pertenecen los artistas y los contemplativos de toda índole, pero también los ociosos que pasan toda su vida de caza, en viajes o bien en intrigas y aventuras amorosas. Todos éstos quieren el trabajo y el esfuerzo en tanto a ello se halle asociado el placer, y no les asusta el trabajo más duro, más penoso, si es preciso. De otra forma, son de una decidida pereza, aun cuando ella entrañe el empobrecimiento, la deshonra, y poner en peligro la salud y la vida. No temen tanto el aburrimiento como el trabajo sin placer: tienen incluso necesidad de mucho aburrimiento si quieren que su propio trabajo les resulte bien. Para el pensador y para todos los espíritus inventivos el aburrimiento es esa desagradable “calma chicha” del alma que precede a la feliz navegación y a los vientos alegres; tiene que soportarlo, que surta efecto en él; ¡es esto precisamente lo que las naturalezas más débiles no pueden obtener de sí mismas en modo alguno! Ahuyentar el aburrimiento sin importar por qué medio resulta tan vulgar como el hecho de trabajar sin placer.

06 enero 2010

Conversaciones con Cioran: el hastío


Puedo decirle que mi vida ha estado dominada por la experiencia del tedio. He conocido ese sentimiento desde mi infancia. No se trata de ese aburrimiento que puede combatirse por medio de diversiones, con la conversación o con los placeres, sino de un hastío, por decirlo así, fundamental y que consiste en esto: más o menos súbitamente en casa o de visita o ante el paisaje más bello, todo se vacía de contenido y de sentido. El vacío está en uno y fuera de uno. Todo el Universo queda aquejado de nulidad. Ya nada resulta interesante, nada merece que se apegue uno a ello. El hastío es un vértigo, pero un vértigo tranquilo, monótono; es una revelación de la insignificancia universal, es la certidumbre llevada hasta el estupor o hasta la suprema clarividencia de que no se puede, de que no se debe hacer nada en este mundo ni en el otro, que no existe ningún mundo que pueda convenirnos ni satisfacernos. A causa de esta experiencia –no constante, sino recurrente, pues el hastío viene por acceso, pero dura mucho más que una fiebre– no he podido hacer nada serio en la vida. A decir verdad, he vivido intensamente, pero sin poder integrarme en la existencia. Mi marginalidad no es accidental, sino esencial… Desde siempre, mi sueño ha sido ser inútil e inutilizable. Pues bien, gracias al hastío he realizado ese sueño. Se impone una precisión: la experiencia que acabo de describir no es necesariamente deprimente, pues a veces se ve seguida de una exaltación que transforma el vacío en incendio, en un infierno deseable

31 diciembre 2009

Felices fiestas

En periodos como éste es sencillo apreciar la superficialidad y la ligereza que imperan en el mundo. Ciertamente, no tiene caso sorprenderse, lamentarse o escandalizarse de tal situación. Se trata más bien de la regla de nuestro tiempo. Podríamos intentar definirla como una exhibición ritualizada del orden de nuestra época, un triunfo más de la industria del espectáculo. Ante este escenario, las palabras de Flaubert parecen pertinentes: la mediocridad se infiltra por todas partes, hasta las piedras se vuelven idiotas. Aunque hayamos de perecer (y pereceremos, no importa), hay que oponerse por todos los medios, a la marea de mierda que nos invade.

La vida, según Cioran (2)


Nos desvivimos, hacemos algo y después desaparecemos. Por la experiencia y la reflexión interior, he descubierto que nada tiene sentido, que la vida no tiene el menor sentido: la acción considerada como algo insignificante, inútil. Y, en efecto, si reflexionamos sobre las cosas, deberíamos cesar de actuar, de movernos. Deberíamos tirarnos al suelo y echarnos a llorar.

La vida, según Cioran (1)


En el fondo, para mí el interés de la vida estriba en que no hay respuestas. Cierto es que, por azar o por accidente, las hay, pero no son respuestas en sí mismas. Para mí, no hay certidumbres. Soy un escéptico…

23 diciembre 2009

Ritorno

Quizá el mayor mérito de El Espectador sea su no objetivo. Se trata, más bien, de un punto de reunión para ser, para existir, aunque sea sólo por un instante. Un punto de reunión más que un vehículo de difusión de ideas. Así, El Espectador se encuentra en la marginalidad, al borde de la no existencia. La no existencia, nos recuerda Fadanelli, otorga libertad: libertad para pensar, para criticar, para hacer juicios, libertad incluso para abandonar.

No me preocupa en absoluto la utilidad de lo que escribo, porque no pienso realmente nunca en el lector: escribo para mí, para liberarme de mis demonios, de mis obsesiones, de mis tensiones, nada más. Cuando me pongo a escribir algo lo considero una frivolidad. Sin embargo, en ocasiones, me gusta reflexionar sobre las posibles razones de aquellos que dedican un poco de su tiempo a leerme. En una sociedad tan pobre como la mexicana, afirma Fadanelli, leer por placer o leer nada más para ver qué se encuentra uno en el camino parece un despilfarro inmerecido: si leemos debe ser para progresar o ser mejores, para escapar de la miseria e intentar atenuar el sufrimiento de quienes deben trabajar sin descanso para estar vivos. Lo contrario, a decir de Fadanelli, parece un acto arrogante que la comunidad no tiene por qué perdonar. Y, sin embargo, concluye el autor: “en verdad lo siento, pero entre esos dos actos dedicaré mis días a leer novelas inútiles: y que el mundo se venga abajo (donde ha vivido siempre)”. Me gustaría pensar que mis lectores, que por lo demás son pocos, asumen esta postura, aunque sea únicamente al momento de leer El Espectador.

Así pues, como conclusión de El Espectador deberá decirse que se trata, fundamentalmente, de un encuentro afortunado. He tomado las palabras de Víctor Hugo y las he acomodado a mi conveniencia. Me parece que suenan bien de esta manera: El Espectador ofrece la posibilidad de que dos desgracias entrelazadas produzcan felicidad.

Entre las premisas que guían El Espectador quizá la más importante sea ésta: un texto que deja a su lector igual que antes de leerlo es un texto fallido. Yo creo que un texto, escribió Cioran, debe ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea al escribir es despertar a alguien, azotarle. No me gustan los textos que se leen como quien lee el periódico. Un texto debe conmoverlo todo, ponerlo todo en cuestión. Escribo, pues, porque se trata de una necesidad de la cual no puedo escapar, se trata de algo ineludible, imposible de postergar.

Como decía al principio, vivir en la marginalidad, al borde de la no existencia, le otorga a uno la libertad necesaria incluso para abandonar. El periodo de silencio que ha tenido El Espectador ha sido necesario. Éste, el silencio, es preferible a la fabricación de letras que descansen en la falta de reflexión y en la molicie espiritual y que lleven, en última instancia, a una odiosa infecundidad. Así, el reencuentro con El Espectador aparece como una nueva oportunidad para hacer patente la decepción. No busco el “éxito” (nunca lo he hecho). Más bien pretendo despertar algo en algunas personas, por eso me considero un marginal, y me da gusto.