Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


02 julio 2009

Tiempos de reflexión

En unos cuantos días, los mexicanos tendremos la oportunidad de participar en una práctica democrática para elegir, entre otras cosas, la conformación de una nueva legislatura en la Cámara de Diputados, así como a un nuevo gobernador en seis estados del país (Campeche, Colima, Nuevo León, Querétaro, San Luis Potosí y Sonora), además de diputados locales e integrantes para los distintos cargos en ayuntamientos y jefaturas delegacionales en diez entidades de la República (D.F., Guanajuato, Jalisco y Morelos, así como a los ya antes mencionados). Tal como lo establece la normatividad electoral que regula este proceso, tres días antes de la jornada electoral no se permite la celebración ni la difusión de reuniones o de actos públicos de campaña, de propaganda o de proselitismo electorales. La racionalidad de esto es permitir que el proceso de decisión de los ciudadanos se desarrolle nítida y pacíficamente, sin interferencias externas que lo perturbe. Esto sucedería en un plano ideal del cual, sin embargo, dista mucho la realidad. A estas alturas se supondría que los ciudadanos poseen ya la información suficiente para valorar las propuestas y las ofertas electorales de los partidos políticos presentadas a lo largo de las campañas. Así, este periodo de veda electoral supondría un alto a los procesos de difusión y comunicación política que permitiría a los ciudadanos discernir entre las distintas alternativas para decidir el sentido de su voto. En realidad este proceso electoral, regulado por la más reciente reforma a la ley electoral de la cual ya he hablado en un texto anterior, se ha caracterizado por un bombardeo constante de spots en los distintos medios de comunicación, por campañas electorales carentes de contenidos y de propuestas concretas (no sólo del ‘qué’ sino sobre todo del ‘cómo’), situaciones ambas que han conducido a una situación en que la ciudadanía no tiene los elementos mínimos para tomar una decisión sólidamente fundamentada. Así las cosas, los ciudadanos, en general, no ven en esta veda electoral una oportunidad para la reflexión, sino más bien, la conclusión de un periodo de bombardeo sin sentido que más que motivarlos a participar en esta práctica democrática que se avecina ha conseguido justamente lo contrario.

A pesar de esto, no quiero dejar pasar la oportunidad para ofrecer una reflexión de lo que rodea a la democracia en México, que se centra sobre todo en elementos de largo aliento que afectan las prácticas y la calidad de la democracia en su totalidad. La reflexión que propongo, entonces, poco tiene que ver con la inmensa mayoría de artículos de opinión que se publican en estas fechas en los diarios que se enfocan principalmente al proceso electoral en curso, sus características, sus posibles escenarios así como los posibles saldos del mismo. Tal parece que hoy todos los diarios son el mismo diario. Sin embargo, y como consecuencia de mi planteamiento, tampoco pretendo que esta reflexión ofrezca respuestas concretas para el presente proceso electoral, aunque sí, tal vez, elementos que sean útiles para la elaboración de una interpretación diferente de sus resultados. Propongo, entonces, que la reflexión se desarrolle a partir de la noción de ‘construcción de identidades’ en la sociedad, y del impacto que esta noción tiene en el funcionamiento de la democracia en México.


Las identidades son “mapas mentales” que usan los individuos para clasificar y ordenar la realidad social. Por definición, no se trata de cosas que estén dadas de una vez y para siempre sino que se trata de elementos dinámicos que se encuentran en constante cambio. La forma en que se construye una identidad es tan simple como el trazo de una línea, que separa a un conjunto de individuos que se encontraban unidos con anterioridad, y que a partir de esa división comparten ciertas características que permiten, desde ese momento, la aparición de un ‘nosotros’ y de un ‘ellos’. Lo importante en el proceso de construcción de identidades es la manera de trazar las líneas de inclusión y de exclusión que configuran los límites de un orden social. A partir de un enfoque como éste es claro que ‘la sociedad’, como tal, ha dejado de ser un hecho evidente.


La historia de México, concentrémonos en este momento en el siglo XX, nos habla de la construcción y consolidación de un proyecto nacional cuyo eje articulador fue el Estado. Tras la lucha revolucionaria, y después de la muerte del general Álvaro Obregón, último caudillo y líder militar sobreviviente de la gesta revolucionaria, se dio inició a la construcción de un país de instituciones. Así, poco a poco el Estado fue creciendo y apoderándose de la escena política y, en mayor o menor medida, de todas las esferas públicas, de tal forma que procesos como la modernización del país, su industrialización, educación, urbanización y crecimiento económico fueron actividades que se desarrollaron al amparo del Estado. No se trata, sin embargo, de un proceso que sólo se desarrolló en México sino también en los distintos países de Hispanoamérica: “los estados impulsaron la construcción política de la identidad nacional mediante un trabajo cultural: la sacralización de una historia nacional y la transmisión de una ‘cultura nacional’. Modelaron así las tradiciones y memorias colectivas que contribuyeron no sólo a unificar al pueblo (como principio de legitimidad política), sino a incorporarlo al sistema de dominación”. En México, el Estado funcionaba como referente simbólico que ayudaba a ordenar y dotar de sentido las experiencias sociales de los individuos, en tanto elemento central para la construcción de identidades. No se trata que durante ese periodo la sociedad fuera una unidad homogénea, sino que la diversidad de identidades que pudiesen haber existido encontraba su cauce de salida, tenía que hacerlo necesariamente, con referencia al Estado. La certidumbre que generaba el imaginario estatista durante buena parte del siglo XX en México se consiguió bajo el control político de un solo partido político en el poder, que filtraba las demandas ciudadanas y que a su vez generaba las respuestas de políticas públicas. Por tanto, el mapa de referencia que se desprendía de esta estructura era bastante simple y claro para los individuos.


El proceso de transición democrática en México puede tener diversos puntos de partida, según el autor y la bibliografía que se consulte, sin embargo, como punto de quiebre definitivo el año de 1988 marcó el final del mapa mental de referencia estatista. A partir de la elección de 1988 se trastocaron los lineamientos fundamentales de ese marco de referencia, lo cual dio origen a que la diversidad de identidades que existían en el subsuelo social se pudiera expresar en diferentes propuestas políticas con posibilidades reales de alcanzar lo más alto del Estado mexicano: la presidencia del país, que contenía en sí misma las figuras de jefe de Estado y de jefe de gobierno. No se trata de que la llegada de la democracia, como idea presente en la experiencia social y en la discusión pública, haya dado origen a nuevas identidades que no existían antes, sino que más bien les abrió una ventana de oportunidad para expresarse. 


La nueva configuración mental que ha llegado con la democracia en México ha generado, sin embargo, una especia de caos en los mapas de referencia mentales de los individuos. Si bien, antes la identidad de un ‘nosotros’ existía con referencia al Estado, la democracia ha sido incapaz de generar una nueva identidad de un ‘nosotros’ que dé sentido a la realidad social. “La democracia no ha sabido dar nombre ni claves interpretativas que hayan aportado inteligibilidad a los cambios emprendidos. Ha faltado narrar un ‘cuento de México’; un relato que ayude a la gente a visualizar su biografía personal como parte de una trayectoria histórica, lo que genera, en última instancia, la sospecha de haber quedado al margen”. Al analizarlo más detenidamente nos podemos dar cuenta de la gravedad del asunto. Al cambiar las representaciones que la gente suele tener de la sociedad parece más difícil hacerse una idea de la totalidad de la vida social. Sin ese marco de referencia es más difícil sentirse parte de un sujeto colectivo. Lo social dejaría de ser vivido como una interacción moldeada por nosotros mismos para aparecer ante nosotros como una imposición.


Se podría replicar que mi argumento es débil en el sentido que hoy como nunca antes en la historia del país las identidades presentes en la escena pública hacen más sólida a la democracia mexicana, permiten la expresión de distintas percepciones, necesidades y demandas, todo lo cual hace más completa y rica la vida pública. En parte esto es cierto, pero sólo en parte. La democracia ha establecido cierto consenso básico, pero no un imaginario de ‘nosotros los mexicanos’ a tal grado que se podría decir, sin demasiadas dificultades, que es más lo que nos separa que lo que nos une. “La diversidad social puede representar una de las grandes riquezas del país, siempre que sea contenida por un orden. Sin dicho ‘cierre’, la diversidad tiende a desembocar en una fragmentación: un imaginario deslavado del ‘nosotros’ inhibe la construcción de los lazos de confianza y cooperación en el quehacer diario”. Si bien este fenómeno ha estado presente, al menos, desde 1988, como saldo de la elección del año 2006 se ha hecho más evidente. En realidad no existe una identidad de ‘nosotros los mexicanos’ sino diversas identidades que generan un ‘nosotros’ a partir de los diferentes partidos políticos (y más recientemente incluso fuera de los mismos pero manteniéndolos aún como referente central) con consecuencias que ponen en peligro, o al menos a prueba, a la democracia mexicana. Lo anterior podría iluminar la tendencia actual de la democracia en México: las críticas de las cuales es objeto podrían expresar no sólo un mal funcionamiento institucional, sino, sobre todo, su inoperancia como imaginario colectivo en el cual puedan reconocerse los individuos.


“La lucha política es (no sólo) una lucha entre concepciones diferentes de cómo vivir juntos. ¿Cómo nos organizamos para convivir? Y ello depende de la respuesta que demos al otro interrogante: ¿qué idea nos hacemos de la convivencia deseada? Son esas preguntas las que guían a los diferentes ‘proyectos país’ que se enfrentan en la arena política”. Sin embargo, si se carece de una identidad de ‘nosotros’ que trascienda aquellas que se desprenden de los partidos políticos, ambas preguntas carecen completamente de sentido. A partir del proceso electoral de 2006, pareciera que todo intento de convivencia social ha desaparecido y ahora se ha establecido como objetivo el sometimiento del otro. Cada partido se ha erigido como infalible, el único propietario de la verdad y el único capaz de llevar a buen puerto el destino del país, lo grave es que los individuos de la sociedad se lo han creído. La tarea es, pues, no la construcción de una identidad de un ‘nosotros’ que sea capaz de dar cabida al grueso de la sociedad, sino más bien la imposición de cada identidad parcial que se desprende de los distintos partidos políticos, eliminando la posibilidad de convivencia con las restantes.


Este es pues el entramado que se ha construido a lo largo de la experiencia democrática en México, y que no sólo hemos sido incapaces de modificar, sino que con el tiempo se ha vuelto cada vez más polarizante. Será el trasfondo en el cual tengan lugar las tan aludidas elecciones del día 5 de julio y que sin embargo no sufrirá ningún cambio en lo absoluto. En estos días, los analistas políticos laboran arduamente explicando quién será el ganador y quienes los perdedores, dando rangos y demás estimaciones, sin considerar que, dadas todas las conclusiones aquí presentadas, el mayor perdedor es México. Por si esto no fuera suficiente, en la actualidad se tiende a reforzar el presente como dimensión exclusiva. Como consecuencia de esto, la premisa de que en una democracia no hay triunfos ni derrotas para siempre deja de ser cierta, ya que en cada elección se apuesta a todo o nada. “Al debilitarse pasado y futuro, memoria e imaginación, no habría manera de construir un ‘nosotros’. Quiero decir, no habría historia que pueda narrar quiénes somos ‘nosotros’ como una trayectoria desde donde venimos y hacia donde queremos caminar”.

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