Baudelaire ha encontrado el medio de edificar, en el extremo de una lengua tenida como inhabitable y más allá de los confines del romanticismo al uso, un extraño quiosco, demasiado adornado, demasiado atormentado, más coqueto y misterioso, donde se lee a Edgar Allan Poe, donde se recitan exquisitos sonetos, donde uno se embriaga con حشيش para razonar a continuación, donde se consumen opio y mil drogas abominables en tasas de acabada porcelana. A este singular quiosco fabricado en marquetería, de una originalidad concertada y compuesta que, desde hace tiempo atrae las miradas hacia la punta extrema del Kamtchatka romántico, yo le llamo la locura Baudelaire.
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