Hay aquí frases que dan una idea de la confusión, del delirio, de las crueles angustias, de las luchas internas y del desprecio supremo que siento por la vida.


27 marzo 2010

Beber


– ¿Por qué bebes así?– Lo preguntó de golpe, como si me lanzara una cachetada. Con la mirada fija en mí, parecía como si se burlara. Pero no, no era eso. Más bien, se trataba de una mirada de puro y franco desprecio. Mi estilo de vida le irritaba como una estupidez y como una traición, y mi silencio le parecía una agravación de la injuria que cometía con la vida que había llevado hasta ese momento. Sus ojos seguían clavados en mí, con una mirada llena de odio y que insistía en sus reclamos. No era necesario ningún ensayo de respuesta: el juicio estaba hecho de antemano, incluso desde antes de haber lanzado la pregunta: culpable. Para ella, resultaba claro que mi camino consistía en un descenso hacia el fondo del abismo. A sus ojos, ya podía llevarme el demonio; era tarde para volverse atrás. A pesar de ello, parecía tener una actitud expectante y fanática, como si esperara, después de todo, una respuesta.

En ese momento, hasta el alma me olía a ron. Ya, con una botella entre pecho y espalda, estaba a esa altura del ron en que la noche parece permitirlo todo. Era como si aquella se tratara de una noche sin límites, una noche sin fin; o, más bien, como si fuera la última noche. El diagnóstico, sin embargo, es sencillo: no tengo remedio. A la pregunta de por qué bebo de la manera en que lo hago, cualquier explicación resulta inocente, por no decir idiota. ¿Para qué se emborracha uno si no es para matarse, aunque sea sólo por unas cuantas horas? ¿Qué ser anodino, se pregunta también Fadanelli, inventó esa tontería de que el alcohol es para divertirse o pasar un buen rato? Lo que deseo es encontrarme de frente con el olvido y que la conciencia se vuelva bruma. Llegado a este punto es fácil darse cuenta que uno ha vuelto a caer y el regreso no existe: es entonces cuando decido que lo más conveniente es beber hasta terminar tirado en el piso. Beber a medias me parece, al igual que a Fadanelli, un desperdicio, un lujo que no me puedo ofrecer. En ese momento, tomé mi vaso, lo contemplé por un instante y apuré el ron que aún quedaba en él. Cuánta razón tiene Lowry: ¡No hay en el mundo cosa más horrible que una botella vacía! Salvo un vaso vacío.

– ¿A dónde te lleva todo esto a la larga?– Tras una pregunta así no pude evitar que se dibujara en mi rostro una ligera sonrisa burlona. Hace mucho tiempo que dejé de compartir con mis contemporáneos la farsa del futuro. A la larga a todos nos espera el mismo destino: la muerte. Esa pregunta era una comprobación más de que el trabajo hace a los hombres estúpidos. Sin embargo, logró regresarme, por un instante, al buen humor; tal vez porque ella creía sinceramente en esa idea de ‘un futuro’, de un ‘a la larga’. Mientras me servía una copa más, reflexionaba sobre posibles respuestas a la pregunta sobre mi estilo de beber.

Vinieron a mi mente las palabras de Lemus quien dice que no hace mucho un alcohólico era un romántico. Había algo de marginalidad en la bebida y la marginalidad era poética. Podía decirse sin que nadie se burlara: “el alcohol me comunica con las musas, extiende y atiza mi percepción”. Hoy sólo se percibe aquello que la ciencia ordena, y ésta decreta: el alcoholismo, como el romanticismo, es una enfermedad. Y después de la época heroica sólo esto queda: el escritor que bebe hasta destruirse mantiene un lustre extraño, el del vagabundo que marcha en sentido contrario. Mientras todos simulan ascender en la vida, él se entretiene cuesta abajo, observando a sus contemporáneos pasearse y actuar como si en realidad lo que hacen tuviera alguna importancia. Justo en ese momento se apoderó de mí una sensación de oscuridad. Sabía que ya no podía estar a gusto en ningún lugar del mundo, que ya no podía hacer cosas ni interesarme por sus consecuencias. Estaba mirando, una vez más, la inmensidad de la noche. ¿Pero cómo habría de saber si esto era o no un buen augurio, sin tomarme antes otra copa?

Continúa Lemus, sobre los escritores, aventurando una hipótesis más: beben por el tiempo. Un escritor es, ante todo, espera. Su vida es tiempo muerto: es poco el trabajo y demasiado el ocio. Lleva menos tiempo escribir que pensar lo que ha de escribirse. Tumbado en una cama, en una banqueta o en el suelo de una cantina, lo mismo da. Aquí y allá la tarea del escritor no es tanto escribir como resistir el tiempo entre un escrito y el siguiente. ¿Resistir sobrio o ebrio? Nunca lo primero. Es también la angustia ante la página en blanco, ante la crítica, ante uno mismo. Sobre todo ante uno mismo. No hay escritor, afirma Lemus, que tenga una imagen modesta de sí mismo. No hay ninguno que no haya experimentado cierta sensación de profecía: escribe y presiente que algo grande, nuevo, asomará pronto en su obra. No hay ninguno que no fracase: escribe y descubre, irremediablemente, trágicamente, su medianía. Un día toma la pluma y, a la vuelta de una frase, lo descubre: ha alcanzado allí, sin gloria alguna, su frontera. No hay más allá. No será mejor de lo que ya es ahora. Su carrera está terminada y sólo resta una cansada inercia. ¿Reconoce que todos estaban equivocados sobre su incomparable genio, incluido él mismo, o se engaña vulgarmente a sí mismo? Bebe para conseguir lo segundo. Nunca lo primero.

Concluye Lemus su explicación sobre los escritores: tus vecinos te miran y se mofan. A veces ni siquiera eso: te desprecian. El mundo te ningunea y también por eso bebes: por rencor, por resentimiento. Naciste para brillar y, sin embargo, nadie se deslumbra. ¿Eres opaco o los otros están ciegos? Nunca lo primero. El mundo dice favorecerte –¡un escritor, bienvenido!– y, no obstante, no eres tú quien se pasea en Londres del brazo de Natalie Portman. ¿Resistes tantos insultos o tomas la botella y te inmolas? Para eso sirve el alcohol: para destruirse uno antes de que los otros lo hagan. Para arrebatarle al mundo tu fingido genio. Para vengarte de los demás llevándote tu miseria a otra parte. Un espectáculo enternecedor: media literatura vomitándole encima a la otra mitad, inconsciente en el suelo. El último en levantarse e irse es, desde luego, Hemingway. Presume de resistir más que nadie. En la Habana, mojitos. En París, champaña. En Idaho, al fin vencido, un balazo. Antes del balazo, migrañas, calambres, hipertensión, diabetes, edemas, insomnio, impotencia sexual…

A la pregunta de por qué beber, se puede responder cualquier cosa: por miedo, o porque no hemos conocido a la mujer que nuestra imaginación nos había prometido, o porque se desea un poco de soledad, o porque los abuelos, los padres, los hermanos también bebieron, o porque Dios ha atendido al pié de la letra todas y cada una de nuestras plegarias. Justificaciones para emborracharse hay en abundancia, pero una buena técnica es por lo general escasa. La única técnica que se me ocurre, afirma Fadanelli, es la de beber hasta que no quede nada de mí. Beber así ofrece la oportunidad, a decir de Lowry, de brillar, de ser admirado y hasta de ser amado. Amado precisamente por el aspecto temerario e irresponsable, por el hecho de que bajo esa apariencia arde la llama del genio. Pero es una experiencia que no se recomienda ni es recomendable. Es algo extraordinariamente peligroso y hemos de acabar, necesariamente, en el desplome.

También, pensé en decirle que lo hago, que bebo así, porque aún tengo a esa mujer clavada en el hígado. Porque el alcohol es un veneno que preciso para matar cosas que aún llevo dentro de mí. Que estoy todo el tiempo con la mirada fija en aquella persona a quien hace tiempo no veo, pero que siento, a cada momento, que se abre un abismo de sombras entre nosotros dos. Que bebo hasta morir porque mi alma desfallece. Que siempre, después de varias copas de ron me encuentro luchando deliberadamente en contra de mi amor por ella, cada vez con mayor conciencia de mi soledad. Y me consumo así, noche a noche, bebiéndome el alma en cada copa, lleno de una dulce tristeza, en medio de una oscuridad en la cual no hay la más ligera esperanza de hacer menos punzante la desesperación. Después de tales pensamientos, sólo se puede sonreír, con la sonrisa oscura y amarga de quien ha perdido toda esperanza. Finalmente, vinieron a mi mente las palabras de Bukowski: estamos aquí para beber. Estamos aquí para reírnos del destino y vivir nuestras vidas tan bien que la muerte tiemble al llevarnos.

Al final, lo único que pude decir ante la pregunta de por qué bebía así, fue:

– No tiene caso que te responda. Si tienes que preguntarlo, simplemente, no lo entenderías.

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