Enamorarse es la única aventura ilógica, la única cosa que estamos tentados a considerar sobrenatural en nuestro vulgar e intrascendente mundo. El efecto está fuera de toda proporción con su causa. Dos personas se encuentran, hablan un poquito y se miran otro poquito a los ojos. Esto mismo ha ocurrido ya una docena o más de veces sin especial resultado en la experiencia de ambas; pero ahora todo es diferente. Ahora han caído, de pronto, en ese estado en el que otra persona viene a ser para nosotros la verdadera esencia y el centro de la creación y echa abajo con una sonrisa todas nuestras laboriosas teorías. Un estado en el que todas nuestras ideas están ligadas a ese pensamiento dominador que hasta los más triviales cuidados de nuestra persona vienen a ser otros tantos actos de devoción, y hasta el mismo amor a la vida se resuelve en un deseo de permanecer en el mismo mundo que habita tan preciosa y codiciable criatura.
¿Quién duda, según esto, que no estamos en el mundo sino para amar? Y, en efecto, se ama siempre, por más que uno pretenda ocultárselo a sí mismo.
El amor es lo único que nos permite creer que el universo no es un total fracaso.
Un individuo que no pueda penetrar en él, por ser insensible a su encanto, está privado de la razón misma de existir: lo supremo le es inaccesible.
¿Quién duda, según esto, que no estamos en el mundo sino para amar? Y, en efecto, se ama siempre, por más que uno pretenda ocultárselo a sí mismo.
El amor es lo único que nos permite creer que el universo no es un total fracaso.
Un individuo que no pueda penetrar en él, por ser insensible a su encanto, está privado de la razón misma de existir: lo supremo le es inaccesible.
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